Viaje a Queropalca, Perú


Texto e imágenes de Paolo Butturini


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Queropalca, Perú.  

Las tres de la mañana. Estoy en el carro con Graziano quien me acompaña a la terminal de la empresa de transporte Marañón Tours.  A esta hora Huánuco tiene una atmósfera irreal: todo es apacible y en medio del silencio se pueden escuchar nuestros bostezos. Parece otra ciudad.  Durante el día nos ensordece el tráfico y el concierto de claxon de los mototaxistas que anuncian su disponibilidad y un transporte eficiente por unos cuantos soles.

Frente al terminal de Marañón Tours espera un Nissan de serie desconocida.  El nombre del modelo se ha difuminado con el paso del tiempo y en su lugar queda un rastro de óxido.   El conductor me espera para completar  la carga de pasajeros y partir. Con una rápida ojeada veo que el asiento trasero está ocupado por tres hombres corpulentos y el único disponible es el asiento al lado del conductor.  Me emociona la posibilidad de hacer una travesía de casi seis horas sentado en un lugar cómodo.

Cargada la maleta ocupo el lugar reservado.  El conductor trata de encender el motor del carro entre incertidumbres y golpes de tos.  Finalmente partimos con destino a Baños, primera etapa en el camino hacia Queropalca.  Con las primeras luces de la mañana andina desembocamos en el valle por la carretera Unión. Recorridos los primeros kilómetros el conductor se detiene en un paraje solitario.   Entre la oscuridad se perfila la figura de una mujer grande, de cuerpo macizo, la precede un costal sobre el que se recoge su figura.  Preocupado hice un rápido cálculo del volumen de la señora más el paquete y el espacio disponible en la Nissan. Me pregunté donde la ubicarían.  La respuesta me llego rápida, el conductor me pide acercarme a él, quede sentado sobre el freno de mano.

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Retomamos el camino.  En mí quedaba la sensación de cabalgar sobre una mula a cuyos graznidos se sumaban los ronquidos de mis compañeros de ruta.  El viaje continúa, mi atención es ahora captada por unas gotas de lluvia que se estrellan sobre el parabrisas, barren ligeramente el polvo y oscurecen la vista.  Las escobillas no funcionan.  Advierto al conductor los riesgos de conducir bajo esas condiciones, pero él me asegura conocer bien el camino.  “No hay peligro, conduciré con seguridad” dice, mientras su mano izquierda limpia el parabrisas y su cabeza permanece fuera de la ventanilla para atisbar el carretera.   Las curvas se vuelven más pronunciadas, el auto zigzaguea.  Los pasajeros de atrás duermen, la mujer a mi lado guarda silencio.

La lluvia arrecia.  Mi nerviosismo va en aumento.  Este viaje a Queropalca revive mis miedos.   La atmósfera de tranquilidad en que viven mis compañeros de ruta se vuelve irrespirable.  Los baches en el camino me recuerdan que cabalgo sobre el freno, no sé cómo maniobraría el conductor en una situación de emergencia.   La cabeza del chofer vuelve al interior del auto.  Le veo rebuscar afanosamente bajo el asiento.  Su mano encuentra la plumilla.  Saca el dorso por la ventana y como si se tratara de un sable opera la pluma manualmente.


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El sombrero -Monumento de Queropalca

El conductor maniobra a ciegas.  Su brazo derecho corrige la trayectoria del vehículo, mete los cambios y da codazos contra mi estómago, ya puesto a dura prueba por el recorrido.  El conductor es consciente de mi estado, con voz calma trata de apaciguarme.  Repite que conoce muy bien el camino.  ¡Ay de mí! también yo reconozco este sendero: abismos profundos, inestabilidad geológica, una trocha de escasos tres metros en doble vía.  ¡Nada más tranquilizador!  El alba ilumina la cima de las montañas que sirven de marco a esta loca aventura.  En medio de la lluvia hacemos una nueva parada ante la insistente señal de un chico.  Ahora el dilema se hace más problemático ya No hay espacio al interior del taxi.   El espíritu de adaptación y la necesidad de la gente andina de resolver los problemas se han concretado así: el muchacho, sin que nadie le dijese, sube al capot de la Nissan, se recuesta contra el techo y se agarra con fuerza a las ventanas.  ¡Listo!  Vamos a la vuelta de Baños.


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Acompañados de un pálido sol superamos el último bache y recorremos  las últimas curvas con  vista a Queropalca, al fondo del valle, circundada por las nevosas cimas de la cordillera.  Tras saludar a los amigos que me esperaban bajo el sombrero de cemento, único monumento que domina la plaza principal, me dirijo a la casa parroquial que el padre Giuseppe (jeko) y sus hermanos cambonianos me dejan usar durante mi estancia en Queropalca.  Una vez ahí me dejo caer sobre el lecho, quizás por efecto de la adrenalina generada durante el largo y azaroso viaje o por la altura, estamos a 3.800 msnm, tengo la respiración entre cortada y mi corazón palpita muy fuerte.

Horas después regreso a la vida.  En la plaza me espera Lincoln, el prefecto de la ciudad. Me intriga un nuevo camino que corta la montaña sobre el lado izquierdo del valle y se extiende hacia el lago Lauricocha. Me informan que fue construido por la compañía minera japonesa, que tiene un proyecto de explotación de la cordillera.  Le comento a Lincoln las dificultades presentadas durante el recorrido Huánuco a Queropalca y los problemas a que se enfrentarían los camiones de la empresa nipona, pero él me indica que los japoneses han prometido asfaltar la carretera para acercar el progreso a la región.


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Queropalca - Perú

El viaje de regreso a Huánuco lo realizo en una combi de nueve puestos que sólo ocupan tres pasajeros y una oveja de mirada tan asustada como la mía durante el trayecto de llegada.  Recorro el camino imaginando que en mi próxima visita el camino puede estar asfaltado.  Me entristece esta visión, pese a sus baches, curvas, huecos,  barrancos, subidas y bajadas, el camino Huánuco - Queropalca ésta en plena armonía con el ambiente andino.


Ante esta perspectiva vuelve a mi memoria el recuerdo de una experiencia vivida hace algunos años.  Mientras me dirigía hacia un barrio de Lima, un afanado taxista zigzagueaba entre el tráfico caótico y compartía sus impresiones sobre las inminentes elecciones que tendrían lugar en su país. Decía el taxista con tristeza: “el Perú es un mendigo sentado en una montaña de oro”.